Portadores de nuestro cielo y nuestro infierno

20 noviembre, 2016
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20 noviembre, 2016 Pedro Martí

La ira es el rostro desnudo de los monstruos más aterradores y espeluznantes de la humanidad. Todos y cada uno de los elementos del miedo están inspirados por esta brutal emoción. No existe pasión tan propia y reconocible en una persona que sea capaz de enajenarle hasta los extremos más insospechados.

Salvo quizás el amor, la otra cara de la moneda. El resto de emociones humanas quedan supeditadas a estas dos grandes pasiones que son capaces de hacernos cometer los mejores y los peores actos posibles. Es curioso cómo dos emociones diametralmente opuestas no son necesariamente dicotómicas, ya que en multitud de ocasiones van de la mano.

La ira se asocia tradicionalmente al fuego, y creo que nunca he escuchado una metáfora mejor, ya que es capaz de devorar hectáreas de nuestro interior en tan solo unos segundos y llevarnos a cometer actos de los que podríamos arrepentirnos durante muchísimo tiempo. No crea, solo destruye. Es también capaz de dejar nuestro interior arrasado, así como lo hace un incendio en el mayor y más precioso de los bosques. Todos esos árboles que hemos ido plantando y mimando a lo largo de nuestras vidas pueden arder sin piedad en un solo segundo de ira, hasta el punto de que lleguemos a perder de vista el horizonte, nuestro propósito, e incluso quiénes somos en realidad.

Por ese motivo los seres humanos hemos intentado negar nuestra naturaleza, denostando esta emoción tan primaria e innegablemente motivadora. ¿Quién no ha querido vengarse alguna vez? ¿Quién no le hubiera partido la cara a alguien en alguna ocasión? Las consecuencias, tanto extrínsecas como intrínsecas, nos animan a desterrar esta emoción porque normalmente aspiramos a ser “buenas personas”, hijos de Dios.

Ese fuego nunca se extingue por completo dentro de ningún ser humano. ¿Por qué? Quizás se deba a que es un sentimiento que resulta útil en algunos momentos. La difusa línea que existe entre el amor y la ira nos lleva a usar esta última para defender a los que amamos, muchas veces sin importarnos las consecuencias. Puede que sea su rival natural, el amor, lo que hace que la ira sea tan necesaria.

Paradójicamente, las personas capaces de expresar su ira suelen ser las personas que más profundamente aman. Por el contrario, cuando conseguimos reducir la ira hasta hacerla invisible a la sociedad es cuando aparecen los temidos seres tranquilos. Esos verdaderos demonios no gritan, ni lloran, solo viven entre nosotros con la mejor de sus máscaras, ataviados con un disfraz de persona tranquila, de perfecto ciudadano. La ira de estas personas es la que debe ser más temida. ¿Cuántos hemos oído a esos vecinos decir ante la televisión que cierto asesino parecía muy amable? Una persona normal. No. Una persona con la máscara que la sociedad quiere que lleve puesta. Nadie lo sospechaba, nadie lo imaginaba, nadie lo esperaba. ¿Por qué? Porque no había el menor atisbo de ira en su disfraz, porque había aprendido a abnegar esa emoción al más profundo de sus sótanos con el único objetivo de ser capaz de encajar en el gran puzle de la sociedad.

La lucha interna entre esos eternos antagonistas y amantes: el amor y el odio, es inevitable, y solo aquellas personas capaces de esconder la segunda en una cajita de madera son capaces de liberar toda su brutalidad contra el mundo en el que viven. Algunos quieren vengarse del ser humano, otros quieren demostrar que la sociedad no es tan pura como se vanagloria de ser, otros buscan reconocimiento social.

Otros, los demonios más peligrosos, solo quieren ver cómo el mundo se desmorona a su paso. Solo las intensas llamas de las almas que arden a su son les proporcionan la vida que un día perdieron.

Muchas gracias a todos por estar aquí.

Bienvenidos al lugar donde lloran los demonios.

 

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